El grito de un Garimpeiro

Para este “Día Internacional de los Trabajadores”, quiero recordar a los trabajadores de la “Serra Pelada” (1980-1989), en particular mi relato sobre esta imagen inmortalizada.
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Filas indias de cientos de obreros garimpeiros que cargaban a cuestas costales repletos de barro con minerales, subían por rústicas escaleras hechas de varas improvisadas que se tambaleaban por el peso, mientras otros, con costales vacíos y húmedos, bajan por pendientes de tierra en espiral procesión rumbo al hueco del dolor.

Desde la cúspide, donde Marcelo comía casaba cocida y carne pellejuda de cebú ahumado, se podían ver varios uniformados que patrullaban en circular cadencia, apuntando con inercia sus rifles como si fuese la rutina coactiva mejor pagada de un sistema semiesclavista contra aquellos hombres empapados de barro, sudor y desventuras que subían y bajaban semejando un dantesco paisaje, en ese lugar apocalípticamente llamado Serra Pelada.

El calor amazónico iba en aumento, y su lodosa camisa transpiraba el agrio sabor de sus verdades.
Su abuelo era socio de una garimpa en los años de gloria, durante la fiebre de oro en los años 50, tenía su propia máquina hidráulica y empleaba a varios garimpeiros en la extracción del dorado aluvión.

Muerto por intoxicación al quedarse dormido totalmente ebrio en su tenderete de fundición, inhaló altas dosis de vapor de mercurio, perdiendo, además de su vida, el derecho de asociación. Así, el padre de Marcelo heredó de su madre las creencias místicas del Candomblé y la Umbanda: una síntesis de ritos, magia y misticismo traidos por los esclavos africanos y que se convirtió en un sincretismo religioso de los marginados. Ella era una negra proveniente de familias dedicadas a estas prácticas religiosas en los morros de Rocinha, una poblada favela al sur de Río de Janeiro. De su padre heredó el sabio conocimiento de la minería artesanal, pero desafortunadamente no alcanzó las herramientas ni legalidad empresarial, por lo que el legado de Marcelo fue ser un triste creyente buscador de piedras preciosas. La alquimia genuina de la miseria y la dignidad.

A sus 15 años, trabajaba de vez en cuando como arreador de ganado cebú y cría de vacunos, donde ganaba menos del salario mínimo de un jornalero en las fazendas dispersas en todo el estado de Pará.

En una ocasión, mientras estaba en el establo, reclamó a su patrón por el ridículo pago de una jornada y éste le apuntó con su escopeta Winchester. Marcelo, con el corazón de fuera pero con nervios de acero, como en un vahído similar al de un sueño del que despiertas súbitamente con el alma a mil años luz, movió su mano izquierda con precisión de jinete y le quitó la escopeta a su explotador, acto seguido le apuntó en la sien y cobró su salario oprimiendo el gatillo.

Desde ese momento huyó al norte de Brasil, frontera con Venezuela para trabajar en las quebradas donde aprendió con su padre el arte de la minería artesanal. Trabajó mucho tiempo como ayudante de pequeñas garimpas paracaídas que llegaban desde todos los rincones del país y en 1980, a sus 25 años, migró cual cazador de fortunas, a los asentamientos de Serra Pelada para trabajar en esta colosal montaña rica en oro aluvial convertida en un olímpico hoyo en tan pocos años.

Su robusto cuerpo negro intimidaba a los policías cuando éste pasaba temerariamente golpeando con su costal las puntas de sus rifles sin el menor signo de espasmo. Además solía mirarlos con sus desafiantes ojos, como fundidos en cianuro, exponiendo dos partículas temibles de oro al rojo vivo.

Colocó el endeble plato de plástico rojo con puntiagudas quemadas en sus orillas, tomó un trozo de periódico viejo postrado bajo sus zapatos de cuero pútrido y con esfuerzo analfabético descifró las siglas CVRD. Sabía que el aumento de la presencia policial no era casual, y aunque varios de sus compañeros planeaban tomarse el mega-puente construido sobre el río Tocantins para exigir la expulsión de la compañía minera Valle do Rio Doce, él tenía claro que los abusos de los militares irían aumentando cada vez más.

En las noches Marcelo escuchaba en silencio las reuniones clandestinas en los campamentos, y entre las demandas del emergente movimiento sindical de los Garimpeiros, era pedir mayor presencia del gobierno de Brasil para que les ceda mayores derechos a los trabajadores en la extracción y así profundizar la explotación sin intermediarios. Aunque Marcelo estaba consciente que esa forma de lucha gremial era objetiva y formal, él ya había iniciado una modalidad alternativa y anárquica de lucha. Pues, desde hacía algunos años, había iniciado acciones clandestinas robando oro para contrarrestar que la corporación minera acaparara toda la extracción, y así permitir que los trabajadores iniciaran procesos de negociación de minerales en bruto desde y fuera del área en un contrabando cooperativista bien organizado a menor escala.

Una noche, luego de sacar oro de unas fundidoras que distribuyen su producción a un costo irrisorio a la compañía Valle do Rio Doce, organizado con el apoyo de varios garimpeiros de su anónimo movimiento; fue visto de lejos por policías que patrullaban sobre el único camino polvoriento que conduce a la ciudad de Curionópolis.

Al día siguiente, se levantó temprano de unos troncos cubiertos con trapos mohosos que usaba como cama y salió de entre unos metros de ásperas tablas a medio clavar recubiertas con plástico negro que usaba como dormitorio compartido con cuarenta garimpeiros. Advirtió el cielo gris, se persignó y le rezó a Oxalá y a Oxúm como le enseñó su padre.

Al fragor de la faena, en una inclinada superficie que bordea la mina Serra Pelada, un policía lo detuvo apuntándole con el fusil. Marcelo, como recobrando un viejo eco de su ira emancipadora, sujetó cual mártir el fusil del policía y soltó el primer grito indignado de los garimpeiros.

“El grito de un Garimpeiro”
Larry Montenegro Baena ©
Colección narrativas del fuego, 2012.
Fotografía de Sebastião Salgado /

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